miércoles, 5 de mayo de 2010

Expresiones de un desencanto ( eduardo escobar)

Expresiones de un desencanto


La semana pasada, un grupo de muchachos irrumpió en la Porciúncula de Bogotá a la hora de la consagración, y recitó a voz en cuello el manifiesto nadaísta a los escribanos católicos, que fue distribuido en un desdichado congreso de intelectuales, reunido en Medellín hace años, y saboteado por los poetas de ese movimiento. No voy a citar las cándidas procacidades del texto que espantó una nación, menos bien acostumbrada al terror. Y al mal gusto.

Gustavo Gómez, de Caracol, me llamó para recordar el acto que llevó a la cárcel a gonzaloarango y el famoso sacrilegio que, según la crónica cultural colombiana, cometieron los nadaístas antioqueños en la Basílica de su ciudad. Y que no fue tal, sino la morbosa percepción de unos beatos prevenidos con nosotros. Uno estaba borracho.

Estanislao Zuleta, a propósito de esos desmanes, declaró. Nadie apuñala una galleta de soda. En el fondo, la saña contra los símbolos sagrados de la religión expresa menos una perversidad que el reconocimiento de una santidad. Pero también es expresión de un desencanto. Tal vez los vociferantes de la Porciúncula están desilusionados como nosotros estábamos esos años gloriosos del primer nadaísmo. Y se sienten traicionados por sus pastores. La perplejidad es comprensible. Si la sal se corrompe... Y cómo puede guiar un ciego a otro ciego...

En una carta de gonzaloarango conocida póstumamente, dirigida a doña Nena, su madre, el Profeta afirmó que provocaría un cisma con el nadaísmo. Las lecturas que hacíamos con más devoción estaban basadas en ciertas literaturas levantiscas, católicas en su entraña. Nos deslumbraban el Baudelaire de Las letanías de Satán y el Rimbaud de Una temporada en el infierno que lamentaba: el Evangelio ha muerto. Blasfemos y desesperados. Santos al revés.

Ernesto Cardenal, el sacerdote poeta nicaragüense, observó que había muchos ex seminaristas en el grupo original. Nunca dejamos de admirar las bellezas de la Iglesia Católica en la que fuimos bautizados. Su liturgia, el nihilismo de la vida monacal, que nos intrigaba. Monasterio llamó gonzaloarango su guarida de artista del hambre. Siempre supimos que el catolicismo, con defectos y todo, dio forma a la cultura que mamábamos. Que su fuerza civilizadora contribuyó a la invención del individuo, a la formación del concepto de la persona como lo conocemos, a la idea de la libertad. Pero la certidumbre incubaba también la sensación artera de haber sido engañados por las miserias, que vaciaban la pompa, de los sacerdotes plagados tantas veces de vanidades, codicias y lujurias como cualquier peatón al infierno. El manifiesto al congreso de escribanos católicos oraba al fin: "Jesús, ven a luchar con los nadaístas contra los escribas y fariseos".

Los recientes escándalos de los curas pederastas exacerban en muchas personas el nefasto sentimiento que compartíamos con Rimbaud de que el Evangelio ha muerto. Pero la cosa es antigua. La historia está llena de ejemplos infames del relajamiento de las jerarquías eclesiásticas desde los corrompidos cardenales de Italia que encamaban a sus sobrinas (y sus sobrinos). Esto mismo permite que de las reservas espirituales del catolicismo surjan de cuando en cuando elementos provocadores como el pobre de Asís, por ejemplo, que adorna el atrio de la Porciúncula, y tantos otros santos penitenciales hasta hoy. Como nosotros. Que claman por la reforma de los hábitos de los fieles, lo mismo que por la purificación de los de los pobres párrocos, por una nueva pureza y un nuevo compromiso con el mensaje de Jesucristo. El fracaso del nadaísmo fue no haber reinventado a Jesús, como quisimos reinventar el amor y la vida profana, también sin suerte.

La Iglesia paga con el escándalo su condena radical del cuerpo, la distinción demasiado nítida entre la carne y el alma, la vetusta condenación de la sexualidad. Otro cura poeta, el cordobés Luis de Góngora, uno que asistía mal a los coros y bien a las ferias, ironizaba hace siglos:

Cura que en la vecindad
vive con desenvoltura,
para qué lo llaman cura
si es la misma enfermedad...



Eduardo Escobar

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