lunes, 16 de junio de 2008

Escritos Todoistas

Lora" de "Loros"
por MAHATMA HTLER
Ese día sintió la puerta de entrada como un umbral fantasmal y terrorífico que le auguraba malos tiempos y experiencias amargas. Pese a que se había preparado anímicamente para tal noticia, el despido no dejo de ser una cuestión intempestiva. Llegó muy madrugado al trabajo como estaba habituado a hacerlo desde la inmemorial fecha de nombramiento; recorrió describiendo en círculo su oficina en búsqueda de alguna novedad, y tras haber terminado dicho viaje cogitabundo se dirigió hacia su asiento movible dinamizando el cuerpo un tanto aterido por los síntomas insanables de una vejez exclusivamente física. Ya habían pasado quince minutos desde su espectral llegada, y estando ensimismado leyendo una columna divertida del espectador, le interrumpió la secretaria general citándolo a una reunión improvisada con el gerente administrativo. Manteniendo una actitud contemplativa dio una respuesta titubeante pero afirmativa que terminó por satisfacer la impaciente espera de la jovial secretaria.Siempre se juró como un trabajador oficial excepcional, inconfundible e incomparable. Recurriendo a constantes comparaciones con el trabajo realizado por los demás compañeros de sala, vislumbró prematuramente una destacada eficiencia insita a su temperamento y un inquebrantable cumplimiento hacia el sentido del deber social. Desde muy temprana edad, también comprendió que los deberes laborales no correspondían originalmente a la esfera clandestina de la responsabilidad económica familiar. En sus más acaloradas discusiones junto a coetáneos y oyentes incidentales siempre sostuvo con firmeza inamovible la responsabilidad preeminente de los trabajadores oficiales con respecto a la comunidad en general. Se enorgullecía por no haberle quitado un solo peso a la institución que lo vio crecer personal y económicamente. No obstante aquel puesto burocrático que ejercía a modo de impresionante acuciosidad y diligencia, terminaba por enfrentar su inquieta psiquis a reflexiones de un carácter tan trascendental como las sostenidas en antaño por su adalid político Luís Carlos Galán Sarmiento. Esto lo recreo en la mente mientras iba caminando hacía el patíbulo de jefatura. Se decía así mismo: “tantos valores y cualidades no pueden conducirme al despido. La situación caótica del país no amerita el despido de un servidor tan fiel y funcional como yo. Tendría que ser muy estúpido el gerente de esta institución como para prescindir de mis actuantes esfuerzos”.Tenía razones suficientes para no ser despedido, y las expondría argumentativamente a modo de defensa y descargo penal, enunciando las causas que en virtud lo hacían acreedor apodíctico del puesto oficial y las consecuencias que acarrearía dicha decisión administrativa en caso tal que se consumara. Ciertamente el jefe, un hombre propio y arraigado a las costumbres clientelistas de la administración, carente de intelecto, exiguo en argumentos terminaría por convencerse hasta el exceso de revocar la decisión de despido. Cuando ingreso a la oficina de jefatura, se vistió mentalmente de negro como los acusados inquisitoriales del medioevo, esgrimiendo de una desfogada imaginación vio en el gerente a un juez de la república con innumerables providencias de impunidad adscritas al expediente particular, y en el recinto percibió mediante intuición de indigno proletario un aire de intranquilidad que se confundía con el incomodo escozor interior. El gerente enfocando una mirada fingida de consuelo, empezó a declamar un preludio agonizante. Libardo atendía con prontitud sincera a cada una de las frases pronunciadas por el señor gerente y pese a la escasa elocuencia revivían llenas de nostalgia los más honrosos y faustos pasajes y episodios de trabajador oficial. Pudo recordar vivamente el momento en que obtuvo el puesto vacante y las circunstancias coyunturales que atravesaba en ese entonces. También remembró apelando a una extraña lucidez la estampa y perfil de los compañeros de trabajo que habían sido jubilados en sus tiempos de servidor bisoño y joven. El café con aroma de trabajo que tomaba sin falta antes de empezar a ordenar los archivos de inventario. Las charlas triviales hilvanadas con sus más gratos compañeros en los ratos de ocio y receso. El movimiento sindical, las arbitrariedades del régimen de turno, las fallas administrativas y las diversas especulaciones populares. Todos los recuerdos aunados a sus respectivas cargas afectivas coincidieron en un solo momento, provocando el estallido estrepitoso de un llanto melancólico e incontenible. Aunque la posición de jefe le acreditaba cierta rigidez temperamental, no dejo de estremecerse por la actitud apática asumida por Libardo: - Don libardo piense que este es un ciclo, y ya terminó, ahora comienza otro junto a su esposa, sus nietos, usted debe saber-. Pese a la sensibilidad que le suscitó el abandono de una realidad que como él, se había avezado a poseerlo, libardo no pudo detener sus ímpetus de valentía y de guerrero tesonero proveniente de las tierras legendarias del movimiento comunero: -bueno asumo la decisión de la mejor manera aunque no la comparto. Ya no hay nada más que hablar, hasta luego doctor que pase un buen día-.Como de costumbre su esposa, Sonia, lo recibió cariñosamente sentada sobre un sofá puesto justo en frente de la puerta de la casa. Pese al gesto de correspondencia, ella notó cierto desaire y desmotivación en el perfil de libardo. Decidió interrogarlo: ¿amor, te pasa algo?, mirándola fijamente y tratando de contener el influjo despótico de las lágrimas, le dijo: -hoy me instalo hasta la eternidad en esta casa, pues afuera ya no tengo encomienda alguna por realizar-. Comprendiendo la desoladora situación, Sonia le dio un fervoroso abrazo con el objetivo de mitigar el sopor del sufrimiento y reconfortar el ánimo desgarrado de su esposo.Al día siguiente la vida de aquel hombre cambio de forma radical, de un ser nómada que paseaba expectante las reconocidas calles de Bucaramanga, se convirtió en un haragán sedentario cuyos repentinos recuerdos le hacían sobresaltar. Siempre inmovilizaba el pensamiento ante la pomposa embestida televisiva del fútbol rutinario. Después de tomar el desayuno y leer la prensa postraba su desgrasado cuerpo en el sofá, encendía el televisor, apareciendo automáticamente en la pantalla la imagen del canal de deportes. Observaba con detenimiento los partidos de fútbol, y a veces se sentía tentado de anotar las mejores jugadas a modo de dato histórico y de apuntar algunas críticas que pensaba enviar en la posteridad al próximo director técnico de la selección Colombia. El fútbol era su principal pasión, pero su carácter ecuménico y siempre selecto lo obligó a no despreciar otras disciplinas deportivas de menor simpatía pero tan intrigantes como las novelas de García Márquez que tanto le encantaban. En los breves descansos de los partidos remembraba a García Márquez evocando de inmediato la incertidumbre del coronel en espera de una respuesta promisoria por parte de la administración. Se decía a si mismo: bueno por lo menos no me tocó como el coronel. Y a veces lanzaba gritos de júbilo en señal de gratitud, pues esa pequeña historia que le confirió tan loable reputación al Nóbel, lo llenó a él en diversas ocasiones de cierto regocijo vanidoso. De todos modos, pese a los entretenimientos que encontró para ocupar mente y corazón, para Libardo nada era igual. Extrañaba aquella vida de servicio y entrega, de lucha sesuda por las aspiraciones en frente, de interrelaciones numerosas con gente de cualquier tipo. Después de apagar el televisor o dejar los libros a un lado, pensaba en el esfuerzo propio y el trabajo como fuentes legítimas de las ganancias o riquezas particulares, y precisamente la pensión de jubilación rompía flagrantemente los esquemas lógicos de tal ecuación hipotética. La vida sin trabajo era monótona y tediosa debido a que se veía obligado a no advertir novedad alguna. Observar con ampulosa continuidad su cama, los cuartos vacíos y ya deshumanizados, la mesa principal, los vetustos sillones que apaciguaron en antaño las jornadas más adorables junto a sus hijos y esposa, las fotos con sus recuerdos y pesadumbres, todo ello le causaba cierta angustia y sentía la horrible sensación de estar bajo prisión, privado de la exquisita libertad, de ser un muerto en infeliz vida. Mientras todo eso transcurría de forma insondable en su psiquis, Sonia solía mirarlo sin controlar la preocupación, siendo conciente del estado de suspenso emocional que adolecía Libardo, y entre más pensaba no podía hallar la fórmula de como colmarle de nuevas alegrías o como dotarle de un salomónico aliciente que lo introdujera en plenitud dentro del mundo al cual estaba abocado sobrellevar.Un día, Sonia, estando en el patio de ropas, detuvo sus actividades domésticas y con una actitud de devoción invaluable observó hacia el cielo elevando una plegaria de piedad al ser sobrenatural para que éste en virtud de la infinita magnanimidad divina le enviara una solución infalible procedente de las mismas alturas del olimpo. Tan pronto culmino semejante perorata sacramental, cayo del tejado de la casa un colorido lorito. El dios de Sonia como todas las supremas deidades confería las dádivas empleando metáforas de compleja comprensión, en tanto ella no logró interpretar tan insignificante hecho como una correspondencia expedita a las clamorosas deprecaciones. Pero siendo innatamente creativa se le ocurrió obsequiarle el Lorito a libardo a modo de asombrosa entretención. El lorito era demasiado hermoso y de un aspecto cautivador, un pecho abigarrado signado por varias pintas coloridas, la cabeza permanecía siempre enhiesta como rasgo de diestra caballería, las alas se degradaban desde un verde intenso hasta un verde pálido y de vez en cuando ante el cariño de su amo era capaz de articular movimientos armoniosos. Pero ciertamente podía advertirse en él un leve indicio de timidez pues pese a sus facultades intrínsecas, no hablaba, no pronunciaba ni una sola frase. Cuando libardo lo cogió decidió empeñarse en una tarea un tanto obstinada: enseñarle al loro a decir las mejores frases literarias y filosóficas que la humanidad haya escuchado. La labor parecía paradójica, siendo algo excéntrico que un simple animal impartiera cátedras de cultura general dentro de una sociedad en donde la estolidez es un aspecto hegemónico…Y así Libardo emprendió una tarea enjundiosa con el loro. Programó sesiones que se prolongaron hasta bien aterrizada la oscuridad desfondada de la noche, en las cuales colocaba al loro sobre una aparatosa mesa de madera, le inyectaba una mirada inquisitiva y con un cacao como incentivo hormonal lo constreñía a pronunciar portentosas jaculatorias. Al principio el loro se tornó remiso, pero a medida que fue acrecentando su confianza con aquel amo accidental, dio muestras notables de destreza oral. Por ejemplo, un día mientras Libardo almorzaba, el Loro logró declarar completa y de manera concisa la oración por la paz de Jorge Eliécer Gaitán…instantáneamente el venturoso instructor de oratoria política se paró del asiento dirigiéndose al estrado ornamental del loro para observar de forma minuciosa la postura adoptada por el animal…en realidad el ave se encontraba afable, como cuan provecto agitador social, encrespado el pecho y la mirada compacta, llena de pundonor, cargada de tremenda altiveza…y así acaeció en reiteradas ocasiones. De la manera más imprevista, el animal empezaba a parafrasear ciertas oraciones de tan vieja data como la del epitafión de Pericles…Meses después el placer oral del loro que anteriormente generaba sosiego entre quienes le oían, se trasformó en un itinerario manido e insoportable hasta el punto en que el animalito asumió una posición bastante presumida e intransigente, pues cuando Libardo iba a interferir en el decurso de las oraciones con una critica o alguna de sus sapientes existimaciones, éste no le dejaba concretar la idea dado que interrumpía de manera irreverente desacreditando la autoridad investida en el amo. En la casa no hallaban como silenciarle puesto que cada vez que libardo lo impetraba, el loro respondía valiéndose de un excelso discurso sobre las virtudes democráticas y el valor capital de la libre expresión…a veces libardo extasiado debido a la tensa situación le proponía la libertad absoluta e irrestricta y el jocoso loro repostaba apoyado en un examen trascendental sobre los privilegios de vivir sometido a las buenas costumbres familiares y a los decretos dictatoriales expedidos unilateralmente por él mismo…Un día las circunstancias se hicieron propicias y lógicamente libardo no daría tregua a su afán por deshacerse del aspérrimo animal. El loro dictando en primera instancia un discurso sobre el derecho a la recreación y los períodos de descanso, determinó irse de viaje a algún árbol frondoso de las afueras del patio. Tan pronto salió el animalito, libardo encerró el patio colocando una malla de alambre brillante, y también sello todas las ventanas con el propósito de restringir los accesos alternativos ó de emergencia…en la tarde el Loro de regreso encontró la ingrata sorpresa…instintivamente el loro se ensañó en contra de la malla y pudo romperla. Penetró de nuevo al patio de ropas empotrándose en el lugar que meses antes le habían asignado y que él ya lo consideraba como una propiedad privada de carácter invulnerable…libardo no demoró mucho en percatarse del retorno estrafalario del loro, experimentando en su interior una sensación contradictoria agudizada por la fusión de sentimientos opuestos, ya que por un lado le parecía bastante graciosa la situación, pero por otro lado le incomodaba en demasía tener que coexistir con tan rebelde criatura cuya parla era incansable…Pasaron semanas y el loro continuaba enclaustrado en la casa y cada vez adquiría mayores derechos respecto de sus amos: cuando recordaba las lecciones de modales y antiguo pudor criticaba escuetamente la indecencia de libardo ante el antojo seductor de una carne bien asada; cuando Sonia decidía encender el televisor para amenizar las tardes de descanso, el loro reaccionaba pronunciando un discurso comunista sobre los artilugios empleados por el sistema para alienar a las masas; cuando Libardo desistía de la literatura de Cortazar, le exigía mediante un discurso cargado de moral y destacable disposición, mayor celeridad en sus asuntos académicos; todo era sometido a la apreciación desolladora del loro…Una noche fría y de tempestad, Sonia llegó de una de sus rituales caminatas ecológicas con un adminículo muy particular que despertó las ansias del parlante animal. Era una jaula horrenda sin ningún decoro en su interior, compuesta de hierros oxidados y una puerta que se abría o se cerraba cuando alguien ejercía cierta presión sobre ella. Sonia cogió al animalito y mientras lo abrigaba, le decía sarcásticamente: mi lorito parlanchín ya vas ha tener donde reposar la siesta. En esa gélida noche acompañada de un torrencial aguacero que se asemejaba al diluvio universal, transmitían por el canal institucional un juicio político en contra de un parlamentario corrupto. Quien hacia el señalamiento judicial decía: es que el señor parlamentario habla copiosamente, promete de forma desbordada, defiende su reputación con grandes frases, pero es inconsecuente por que todas sus declaraciones distan de ser reales y sus actos corruptos van en discordancia de la poesía democrática que verbaliza en este sacro recinto, congreso de la república. Mientras tanto Libardo le decía con plácida seguridad a Sonia: a ese parlamentario le va a pasar lo del loro. Sonia en medio de risas asintió con la cabeza.Al día siguiente después de haberle hecho algunos ajustes a la jaula, Libardo decidió aprovechar el sueño pesado del loro para reclutarlo sin necesidad de acudir a agudas componendas orales. El leve estremezón producido por la puerta de la jaula terminó despertando al animalito que miraba con perplejidad las rejas interpuestas enfrente de él. A medida que fue comprendiendo el asunto iba inclinando la cabeza hacia un lado, y sin pronunciar una sola frase y mejor, recurriendo al lenguaje gestual, dibujo en su mirada una expresión de tristeza tan persuasiva como sus pasados discursos, provocando mediante ese peculiar método un trance reflexivo en el amo, quien justo delante de la jaula apenas observaba bastante conmovido el nuevo estado anímico experimentado por el inocente animal. Libardo pudo reconstruir mentalmente la escena de despido, y se preguntó en su interior a modo de recriminación: ¿por que había quienes podían decidir sobre el destino de otros seres?, ¿por que una voluntad ajena podía disponer a su antojo de nuestra libertad sometiéndonos a la esclavitud? ¿Por qué siempre nuestra vida depende de todos pese a que por naturaleza somos los únicos amos y dueños de la misma? ¿Siendo la vida y la libertad nuestros únicos patrimonios, por que injustamente hay quienes nos la coartan gozando de irresponsable impunidad?...no pudo contener las lágrimas, y obrando con impetuosidad como si se tratase de sobrellevar una cruenta batalla campal, abrió la puerta de la jaula dejando en libertad rotunda al incisivo loro.

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